De vez en cuando me gusta acercarme con mis amigos a algún bar con billares, y jugar algunas partidas. Desafortunadamente, las ocasiones en las que trato de emular a Paul Newman son pocas. Falta costumbre. La época en la que parecía que jugar sería algo habitual (aquellos buenos tiempos de la Quesería, del Magia y Música o del Cadillac, en el sevillano barrio de Los Remedios) pasó.
No se pierde el gusto por el billar, sin embargo. Disfruto mucho, muchísimo. Juego, además, al modo español, es decir, fardando de supergolpes aún recibiendo la paliza del siglo (sí, soy bastante malo), con lo que la diversión aumenta. Cogiendo el palo y golpeando la bola soy feliz. Lástima de no hacerlo con más frecuencia.
Hoy me han venido, como un fogonazo, recuerdos de mi infancia. Las tardes estivales, en mi pueblo, traen consigo un aire pesado y un sol asfixiante. Por ello, en las horas de la siesta, todo el mundo se recluye en sus casas, todas de piso bajo y paredes gruesas, al modo antiguo. Es decir, fresquitas. Cuando se es niño, no siempre se tienen ganas de dormir la siesta. La hiperactividad propia de las cortas edades sufre mucho con las largas horas de sol que impiden salir a la calle, así que es el momento de los hermanos y los primos. Nos íbamos al taller de mi abuelo, que era carpintero. Allí teníamos multitud de juguetes y, entre ellos, el que he recordado ahora: el billar infantil. ¡Cuánto lo disfrutaba entonces!
Y así, en un burdo autosicoanálisis, entiendo el pequeño oasis gustoso del rato del billar. Una ventana a algo que se disfrutó de pequeño. Creo que es lo más eficaz que puede haber.
Al hablar del símbolo, en literatura, es muy habitual confundirlo con la metáfora. Error. El símbolo no es la pura representación de algo con otra cosa. Es una manifestación. Una exteriorización de lo que se quiere significar, por decirlo de alguna manera. Para mí, el billar es un símbolo. Cada vez que juego, vuelvo al rato feliz de la infancia. Aunque no lo hubiera sabido hasta ahora.
Por eso fascina tanto el símbolo.
No se pierde el gusto por el billar, sin embargo. Disfruto mucho, muchísimo. Juego, además, al modo español, es decir, fardando de supergolpes aún recibiendo la paliza del siglo (sí, soy bastante malo), con lo que la diversión aumenta. Cogiendo el palo y golpeando la bola soy feliz. Lástima de no hacerlo con más frecuencia.
Hoy me han venido, como un fogonazo, recuerdos de mi infancia. Las tardes estivales, en mi pueblo, traen consigo un aire pesado y un sol asfixiante. Por ello, en las horas de la siesta, todo el mundo se recluye en sus casas, todas de piso bajo y paredes gruesas, al modo antiguo. Es decir, fresquitas. Cuando se es niño, no siempre se tienen ganas de dormir la siesta. La hiperactividad propia de las cortas edades sufre mucho con las largas horas de sol que impiden salir a la calle, así que es el momento de los hermanos y los primos. Nos íbamos al taller de mi abuelo, que era carpintero. Allí teníamos multitud de juguetes y, entre ellos, el que he recordado ahora: el billar infantil. ¡Cuánto lo disfrutaba entonces!
Y así, en un burdo autosicoanálisis, entiendo el pequeño oasis gustoso del rato del billar. Una ventana a algo que se disfrutó de pequeño. Creo que es lo más eficaz que puede haber.
Al hablar del símbolo, en literatura, es muy habitual confundirlo con la metáfora. Error. El símbolo no es la pura representación de algo con otra cosa. Es una manifestación. Una exteriorización de lo que se quiere significar, por decirlo de alguna manera. Para mí, el billar es un símbolo. Cada vez que juego, vuelvo al rato feliz de la infancia. Aunque no lo hubiera sabido hasta ahora.
Por eso fascina tanto el símbolo.